Jueves. Diez y treinta de la mañana. Dos reclusas empujan una caravana de niños montados en sus cochesitos, que avanza desde el patio administrativo del penal hacia la guardería. Detrás de ellos vienen los niños que ya pueden caminar. Se abren paso entre un grupo de guardias que conversan en el parqueadero. A su lado se alza un arrume de guacales, cajas plásticas de gaseosa y botellas de jugo fermentado. Los niños comienzan su rutina casi tres horas tarde.
La Cárcel del Buen Pastor había despertado esa madrugada con la llegada de un bus cargado de guardias, que venían a realizar un operativo sorpresa, después de que el presidente de la república anunciara la noche anterior la cancelación de los diálogos de paz con la guerrilla de las Farc. Desde las cinco de la mañana hasta las diez y treinta, los niños permanecieron con sus madres fuera de sus celdas, esperando en los patios que todo volviera a la normalidad.
Los niños avanzan a través de una cerca de malla verde y entran en un ambiente totalmente distinto. Un payaso sonriente pintado en la pared les da la bienvenida a su segundo hogar y las profesoras se apresuran a recibirlos. Los niños más pequeños son llevados a sala cuna y los más grandes entran en su salón y comienzan a jugar entre ellos.
Rezagada del grupo, Camila Chinchilla llega casi diez minutos tarde. A sus tres años de edad y con una estatura que rebasa la de los demás niños, entra con autoridad en su salón. Parece disgustada, seria. Se niega a jugar y bailar con los otros niños. Su actitud demuestra que ya comienza a afectarse por su entorno. De repente, una sonrisa sale de sus labios después de casi media hora de inexpresión y su rostro recupera los rasgos juguetones de su edad.
Habiendo pasado por todas las etapas posibles para un niño dentro de la cárcel, Camila es el ejemplo más completo de todos. Nació una noche de Navidad, cuando su madre cumplía siete meses de condena. No tiene familiares cercanos, ni conoce a su padre, quien simplemente no se hace responsable. Por esta razón no ha salido de la cárcel ni un fin de semana. No extraña la libertad que no conoce.
"Yo soy del quinto", responde Camila, sin titubear, cuando alguien le pregunta de dónde es. "Es allá arriba", añade, y señala la dirección en la que queda el patio No. 5, donde vive, en una celda que no duda llamar "casa". Sus ojos oscuros y grandes y su cabello castaño muy liso cortado hasta casi los hombros le dan una mirada picardía muy graciosa cuando lo dice.
Mientras los demás niños juegan con plastilina, ella sitúa su tablilla en medio de dos mesas y juega a vender comida, tal como lo hace su madre. Primero vende helados a $200, $400 y $600, siguiendo la ocupación materna. Luego amplía sus productos a carne frita, pescado, pollo o cualquier plato que se le cruce por la cabeza.
La hora del almuerzo ya se acerca, y Camila sale a jugar con sus compañeros. Ya son casi las once y treinta y para este momento deberían haber pasado dos descansos y dos horas de actividad en el salón. Los niños juegan un rato en los rodaderos de colores, o persiguiendo a "Simpson", un conejo blanco que permite que lo persigan, lo acaricien y lo molesten y luego pasan a comer.
Después del almuerzo, alrededor de las doce y treinta, Camila duerme su siesta en un salón dotado de camas para este fin. Cierra sus ojos con tranquilidad ignorando que ella pasa por el último estado por el que un niño puede pasar en una cárcel. Tiene tres años, y la ley obliga a su madre a separarse de ella. Será enviada en protección al Instituto Colombiano de Bienestar Familiar hasta que su madre cumpla la condena.
Esneida, su madre, parece ser una mujer fuerte. Tiene los mismo ojos oscuros de su hija, pero su piel es mucho más clara. Su cara refleja calma, observación. Sin embargo, sus ojos se inundan tan pronto se llega a este punto. Ella esperaba haber salido en junio del año pasado, con una libertad condicional que le fue negada cuando ya estaba lista la orden de salida. Ahora sabe que la impugnación que adelanta ante la Corte puede tardar mucho más que los papeles del ICBF que han demorado la partida de su hija.
No hay mucho que ella pueda hacer al respecto. Hace un tiempo, una madre se opuso a la entrega de su hijo, alegando que el niño no tenía la edad reglamentaria. Finalmente la convencieron de que su hijo estaba recibiendo mucho daño por estar allí, y ella lo entregó. Si no hubiera cedido, el incidente pudo haber aumentado su condena y el niño hubiera sido sacado de la cárcel de todas maneras.
Alrededor de las tres de la tarde, después del sueño y una hora de actividades, Camila se quita su uniforme y regresa con su madre. La acompaña a vender helados en la caseta del patio de visitas y juega con Arnold y Mónica, sus muñecos favoritos. Le da una vuelta o dos al patio en la bicicleta que recibió la Navidad pasada y la deja parqueada nuevamente. No le gusta la televisión, aunque se dice llamarse "María Belén" en honor a un niña que aparece en un programa de la tarde.
Le agrada estar con Noemí, una reclusa que es para ella como su abuelita, pero prefiere mantenerse cerca de su madre. A Esneida también le gusta esa cercanía. Porque la cárcel es un lugar peligroso, con muchos vicios latentes. Porque cada día a su lado puede ser el último.
Finalmente, la noche cae en el Buen Pastor. A las siete, los guardias hacen sonar los silbatos que anuncian el final del día. Camila se acuesta con su madre, en la cama que ella amplió con una tabla para dar más espacio a su hija. Camila cierra sus ojos y duerme tranquila. Aún no sabe que la cárcel no es lugar para una niña.