El Monje Maldito estaba acorralado contra las cuerdas. Psicodélico tomó impulso y saltó sobre él. El luchador lo recibió con el hombro, agachándose y cargándolo por encima del encordado. Psicodélico voló fuera del ring directo al piso. Hasta allí todo estaba planeado, pero un poco de fuerza extra en el movimiento hizo que perdiera el control de la caída. Su cuerpo se estrelló violentamente contra la baldosa. Entre el dolor y el mareo del golpe, sabía que cuando subiera de nuevo al ring ya no podría fingir la lucha.
Psicodélico se incorporó hasta quedar agachado, con una rodilla apoyada en el suelo. Se llevó las manos a la cabeza. Su rostro, que no llevaba máscara con el fin de resaltar sus gestos de locura, no podía disimular el dolor. Su camisa desgarrada y su traje sencillo lo hacían parecer más miserable. En el cuadrilátero, el Monje Maldito fingía estar muy feliz de haber lastimado a su enemigo. Su hábito café y su máscara de barba y cabello grises le daban el toque maléfico indispensable.
Desde el camerino de los luchadores técnicos La Sombra, un ecuatoriano de baja estatura y grandes músculos que tampoco necesita máscara para hacerse respetar en el ring, vigilaba la escena. Sabía que su compañero no podía luchar en ese momento y que, si lo hacía, traicionaría el principio vital de ese deporte: la ilusión. Como lo diría más tarde, estar en el ring implica mucho autocontrol cuando suceden este tipo de cosas. Él mismo llevaba en su cuerpo las cicatrices de las fracturas y una lesión que le impide flexionar totalmente su brazo izquierdo. "Esas son las condecoraciones de la lucha", suele decir.
Mientras el público guardaba silencio y trataba de ver cómo se encontraba el hombre accidentado, otro luchador salió sorpresivamente del camerino. Todos los niños del lugar gritaron de alegría al ver al héroe de la noche. El locutor anunció con entusiasmo: "¡Señoras y señores, el Payasito Esteban entra al ring y comienza a castigar brutalmente al Monje Maldito por haber arrojado a Psicodélico al piso!". Mientras que su compañero lo suplantaba, Psicodélico se levantó y esperó una oportunidad de volver a la acción.
Hasta el momento de la caída, Tobías - ese es el nombre que oculta bajo su alias - había dado un buen espectáculo. Tanto, que el narrador había comentado que parecía todo un luchador técnico. De esta forma superaba la clasificación de rudo , que designa a los luchadores sin experiencia, que representan el mal. Los técnicos, luchadores más acrobáticos, rápidos y experimentados, son los buenos, los que se ganan el aprecio del público y el abrazo de los niños.
Esos mismos niños que gritaban mientras que el payasito propinaba puños, patadas y llaves a su adversario. Con su disfraz de camisa, pantalón ancho y tirantes y una máscara que reproducía el maquillaje del circo, era el hombre ideal para la fecha. Era el día de los niños y, aunque esa no fuera su pelea, él era protagonista. Durante esos instantes, la lucha volvió a ser fluida y tranquila. Pero la tensión volvió cuando Psicodélico entró al ring y Payasito Esteban tuvo que volver a su lugar.
Psicodélico hizo su mejor esfuerzo y continuó como si nada. Pero la pelea que ofrecía no era la misma del inicio. Ya no podía dar las tijeretas que sorprendieron a su adversario. Los saltos eran medidos y escasos. Su contendor fue tomando ventaja de la situación y lo arrojó a la lona repetidamente. La presión de la humillación se iba acumulando en su cabeza.
Atrás comenzaba a quedar la precisión de los cuatro días a la semana de entrenamiento y la resistencia de las jornadas de gimnasio y trote. La ira no es una opción en un espectáculo que combina técnicas del Judo y la gimnasia rítmica, para el que se necesita toda la concentración y el mejor estado físico.
Por fin estalló, cuando era él quien se recargaba en un extremo. El Monje Maldito lo embistió, y él aprovechó la oportunidad para sacarlo del ring. El Monje giró completamente sobre las cuerdas y cayó de pie. Psicodélico bajó también. Los dos luchadores comenzaron a forcejear. El árbitro comenzó el conteo. Si llegaba a diez antes de que los luchadores retornaran al cuadrilátero, ambos quedarían descalificados.
Los empujones fueron adquiriendo fuerza y el Monje Maldito por poco cae encima del público. Cuando el conteo llegó a siete, dos hombres de la defensa civil se acercaron a ellos. Los ayudantes de los luchadores también llegaron, porque las cosas parecían ir en serio. Alguien dejó caer una silla plegada del auditorio al lado de los dos hombres. Uno de los presentes la pateó rápidamente debajo del ring, antes de que un luchador decidiera usarla.
El árbitro miró a la tarima y señaló que el tiempo había terminado. La campana sonó para indicar que ambos deportistas quedaban descalificados. Tan pronto como sonó la campana, Psicodélico liberó su fuerza en un puño directo a las costillas del Monje. Varios hombres avanzaron para separarlos y uno de ellos tuvo que sostener fuertemente a Monje Maldito para que no se abalanzara sobre su compañero.
Psicodélico se dirigió a la entrada de su camerino y empujó uno de los tubos que formaban la cerca del público. El objeto, similar a los palos clavados en concreto usados en las reparaciones viales de la ciudad, cayó ruidosamente. Tobías volvió una última mirada de rabia a su público antes de desaparecer en el interior del pasillo.
Exactamente eso era lo que estaban buscando los aficionados. La paradoja de la verdad y la mentira. La promesa de mucha violencia y sangre, y la ingenuidad de las peleas simuladas. La amistad entre los luchadores y su condición de enemigos. La verdadera lucha entre el autocontrol y la venganza.
Es un espectáculo que hoy se hace con las uñas, en un coliseo viejo y descuidado en el que el camerino no es más que una esquina de la tarima rodeada de cortinas viejas, y que no puede dar a sus profesionales suficiente dinero para vivir sin trabajar en otra cosa.
Pero los sábados, a las siete y treinta de la noche, cerca de cien adultos y muchos niños mantienen viva la tradición y se reúnen para ver a sus héroes de carne y hueso. Llegan al Coliseo del Barrio Policarpa a revivir un deporte y un espectáculo. A escuchar las animadas voces que anuncian los encuentros despiadados y mortales, peleas no aptas para cardíacos y luchadores de ultratumba sedientos de sangre.
Se unen para festejar las victorias de La Sombra, Mr Tempest, Mr Fist y Los Enterradores. Llevan máscaras, fotos y revistas de sus favoritos. Comentan los golpes más sorprendentes y las enemistades más cautivantes. Se dejan llevar por sus emociones y transforman una noche fría y aburrida del sur de Bogotá en lo que sólo puede clasificarse como una noche de Lucha Libre.
Psicodélico se incorporó hasta quedar agachado, con una rodilla apoyada en el suelo. Se llevó las manos a la cabeza. Su rostro, que no llevaba máscara con el fin de resaltar sus gestos de locura, no podía disimular el dolor. Su camisa desgarrada y su traje sencillo lo hacían parecer más miserable. En el cuadrilátero, el Monje Maldito fingía estar muy feliz de haber lastimado a su enemigo. Su hábito café y su máscara de barba y cabello grises le daban el toque maléfico indispensable.
Desde el camerino de los luchadores técnicos La Sombra, un ecuatoriano de baja estatura y grandes músculos que tampoco necesita máscara para hacerse respetar en el ring, vigilaba la escena. Sabía que su compañero no podía luchar en ese momento y que, si lo hacía, traicionaría el principio vital de ese deporte: la ilusión. Como lo diría más tarde, estar en el ring implica mucho autocontrol cuando suceden este tipo de cosas. Él mismo llevaba en su cuerpo las cicatrices de las fracturas y una lesión que le impide flexionar totalmente su brazo izquierdo. "Esas son las condecoraciones de la lucha", suele decir.
Mientras el público guardaba silencio y trataba de ver cómo se encontraba el hombre accidentado, otro luchador salió sorpresivamente del camerino. Todos los niños del lugar gritaron de alegría al ver al héroe de la noche. El locutor anunció con entusiasmo: "¡Señoras y señores, el Payasito Esteban entra al ring y comienza a castigar brutalmente al Monje Maldito por haber arrojado a Psicodélico al piso!". Mientras que su compañero lo suplantaba, Psicodélico se levantó y esperó una oportunidad de volver a la acción.
Hasta el momento de la caída, Tobías - ese es el nombre que oculta bajo su alias - había dado un buen espectáculo. Tanto, que el narrador había comentado que parecía todo un luchador técnico. De esta forma superaba la clasificación de rudo , que designa a los luchadores sin experiencia, que representan el mal. Los técnicos, luchadores más acrobáticos, rápidos y experimentados, son los buenos, los que se ganan el aprecio del público y el abrazo de los niños.
Esos mismos niños que gritaban mientras que el payasito propinaba puños, patadas y llaves a su adversario. Con su disfraz de camisa, pantalón ancho y tirantes y una máscara que reproducía el maquillaje del circo, era el hombre ideal para la fecha. Era el día de los niños y, aunque esa no fuera su pelea, él era protagonista. Durante esos instantes, la lucha volvió a ser fluida y tranquila. Pero la tensión volvió cuando Psicodélico entró al ring y Payasito Esteban tuvo que volver a su lugar.
Psicodélico hizo su mejor esfuerzo y continuó como si nada. Pero la pelea que ofrecía no era la misma del inicio. Ya no podía dar las tijeretas que sorprendieron a su adversario. Los saltos eran medidos y escasos. Su contendor fue tomando ventaja de la situación y lo arrojó a la lona repetidamente. La presión de la humillación se iba acumulando en su cabeza.
Atrás comenzaba a quedar la precisión de los cuatro días a la semana de entrenamiento y la resistencia de las jornadas de gimnasio y trote. La ira no es una opción en un espectáculo que combina técnicas del Judo y la gimnasia rítmica, para el que se necesita toda la concentración y el mejor estado físico.
Por fin estalló, cuando era él quien se recargaba en un extremo. El Monje Maldito lo embistió, y él aprovechó la oportunidad para sacarlo del ring. El Monje giró completamente sobre las cuerdas y cayó de pie. Psicodélico bajó también. Los dos luchadores comenzaron a forcejear. El árbitro comenzó el conteo. Si llegaba a diez antes de que los luchadores retornaran al cuadrilátero, ambos quedarían descalificados.
Los empujones fueron adquiriendo fuerza y el Monje Maldito por poco cae encima del público. Cuando el conteo llegó a siete, dos hombres de la defensa civil se acercaron a ellos. Los ayudantes de los luchadores también llegaron, porque las cosas parecían ir en serio. Alguien dejó caer una silla plegada del auditorio al lado de los dos hombres. Uno de los presentes la pateó rápidamente debajo del ring, antes de que un luchador decidiera usarla.
El árbitro miró a la tarima y señaló que el tiempo había terminado. La campana sonó para indicar que ambos deportistas quedaban descalificados. Tan pronto como sonó la campana, Psicodélico liberó su fuerza en un puño directo a las costillas del Monje. Varios hombres avanzaron para separarlos y uno de ellos tuvo que sostener fuertemente a Monje Maldito para que no se abalanzara sobre su compañero.
Psicodélico se dirigió a la entrada de su camerino y empujó uno de los tubos que formaban la cerca del público. El objeto, similar a los palos clavados en concreto usados en las reparaciones viales de la ciudad, cayó ruidosamente. Tobías volvió una última mirada de rabia a su público antes de desaparecer en el interior del pasillo.
Exactamente eso era lo que estaban buscando los aficionados. La paradoja de la verdad y la mentira. La promesa de mucha violencia y sangre, y la ingenuidad de las peleas simuladas. La amistad entre los luchadores y su condición de enemigos. La verdadera lucha entre el autocontrol y la venganza.
Es un espectáculo que hoy se hace con las uñas, en un coliseo viejo y descuidado en el que el camerino no es más que una esquina de la tarima rodeada de cortinas viejas, y que no puede dar a sus profesionales suficiente dinero para vivir sin trabajar en otra cosa.
Pero los sábados, a las siete y treinta de la noche, cerca de cien adultos y muchos niños mantienen viva la tradición y se reúnen para ver a sus héroes de carne y hueso. Llegan al Coliseo del Barrio Policarpa a revivir un deporte y un espectáculo. A escuchar las animadas voces que anuncian los encuentros despiadados y mortales, peleas no aptas para cardíacos y luchadores de ultratumba sedientos de sangre.
Se unen para festejar las victorias de La Sombra, Mr Tempest, Mr Fist y Los Enterradores. Llevan máscaras, fotos y revistas de sus favoritos. Comentan los golpes más sorprendentes y las enemistades más cautivantes. Se dejan llevar por sus emociones y transforman una noche fría y aburrida del sur de Bogotá en lo que sólo puede clasificarse como una noche de Lucha Libre.
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