Miguel tomó el microbus hacia la universidad. No correspondía a aquellos del servicio público de la ciudad de Bogotá, ya que estudiaba en el pueblo de Chía, ubicado al norte de la ciudad. Era un bus azul de tamaño muy reducido en el cual Miguel apenas cabía de pie sin golpearse contra el techo gracias a su baja estatura. Pudo constatarlo inmediatamente, ya que el vehículo estaba abarrotado por completo y no habían sillas disponibles. Esto no era normal en el transporte de la una y quince a la altura de la Avenida Suba y la situación le arrancó una corta mueca de desagrado que luego no recordaría. Tampoco tenía alternativa, si deseaba llegar a la clase de una y cuarenta y cinco. Su incomodidad se completaba con el sonido de la emisora tropical con la cual los conductores de este tipo de transporte castigan a sus pasajeros. Miguel trató de no pensar en nada y dejar su vista en un punto fijo, sin significado, que le permitiera sumergirse en un estado parecido al sueño por los próximos cuarenta minutos. No pudo conseguirlo, muy a pesar del sopor del almuerzo. Sin nada mejor qué hacer, deslizo su mirada sobre los rostros de los pasajeros que viajaban sentados.
Allí estaba ella. Era una joven que cargaba un niño pequeño de un año o un año y medio de edad. A su lado, un hombre rudo que parecía ser el padre de la criatura contrastaba radicalmente con los rasgos suaves y dulces de la joven. Mas aún, el hombre parecía tener unos treinta y cinco años, mientras que ella no aparentaba más de dieciocho. "Clásica contradicción", Miguel pensó sin mayor cuidado, "una mujer joven y hermosa casada con un atarván que ni la mira". La situación le divertía de alguna forma. El niño lloraba. La muchacha lo consentía para consolarlo. El padre del infante lo miraba de reojo, con desaprobación, sin intentar una caricia, sin mirar siquiera a su compañera. "Está claro", continuó Miguel su línea de pensamiento, "el tipo tiene una princesa por esposa y le importa cinco centavos".
La mirada de Miguel se posó en la barra metálica de la cual se asía y vino a caer sobre la carretera a su derecha. Después se fijó en el conductor. No había nada interesante, así que volvió a mirar a la joven del niño. "El marido va a a pensar que la estoy mirando", calculó. En efecto, la estaba mirando. Ya no veía a la criatura. Ya no juzgaba a su acompañante. Ahora simplemente dirigía su mirada directamente a los ojos de la joven, que estaban concentrados en el pequeño. Le pareció en extremo dulce y bella. Una sensación nerviosa le invadió la parte superior de la espalda, una suerte de dolor placentero. Era bella, sin duda, y dulce, por la forma como trataba al niño. Miguel pensó entonces que no tenía nada de malo mirarla, pues al fin y al cabo tenía más de media hora de trayecto por delante y la admiración de la belleza no constituye falla alguna. De repente, ella alzó la vista y, justo antes de que las miradas se encontraran, Miguel desvió la suya a otra parte. En ese momento le preocupó que ella notara que la estaba observando. Sintió algo de vergüenza por mirar a una joven madre acompañada de su esposo.
Nuevamente, Miguel buscó algún objeto para enfocar su atención, pero después de esa leve punzada nerviosa su situación había cambiado por completo. Todo lo demás, la carretera, los pasajeros, la música tropical, la decoración del bus, todo parecía gris y tedioso. Un magnetismo extraño empujaba con fuerza su mirada hacia los ojos de la joven. Cedió finalmente a esa fuerza incomprensible y la miró de nuevo. Esta vez se encontró de frente con su mirada y retiró su vista de inmediato. "Se dió cuenta que la estaba viendo", pensó casi por reflejo, "ahora me confronta con su mirada para que me dé cuenta que ella tiene su guardia en alto". Miguel sintió que la sangre golpeaba sus mejillas, pero se esforzó en mantener la inexpresividad de su rostro. Deseaba volver a mirarla, pero ahora luchaba para evitarlo. Su imaginación comenzó a despegar entonces, recordando la belleza de su rostro y recubriendolo de cualidades y rasgos, creando para ella una personalidad. Imaginaba su ternura, su inocencia, su bondad. No la miraba, pero sus nervios crecían y el deseo de seguir contemplándola aumentaba a cada instante.
El microbus continuaba su camino, a toda velocidad. Miguel sentía que el tiempo se agotaba, que en menos de una hora estaría en clase, mientras la joven que lo había impactado tan fuertemente con una sensación demasiado similar al amor a primera vista se alejaría a toda velocidad por la carretera, hacía algún pueblo perdido, a continuar su vida al lado del padre del niño. Miguel miró entonces al hombre. Le pareció desagradable, indigno del tesoro que tenía a su lado. La mirada del hombre no reflejaba más que frialdad. No le importaba que el niño llorara. No le importaba que la joven más hermosa del mundo estuviera a su lado intentando consolarlo. Él solo miraba por la ventana. Seguramente la trataba mal, le exigía que lavara su ropa, cuidara de su hijo y le tuviera la comida caliente cuando regresara de beber cerveza con sus amigos. Y ella seguía ahí, tan feliz como siempre, tal vez sin darse cuenta de que la vida al lado de un hombre bajo era en realidad un miserable castigo ¡Eran tan diferentes!
Dos minutos después, Miguel habia decidido nuevamente que no había nada de malo en mirar a la joven. "Primero", comenzaba su monologo interior, "el padre del niño no hace más que ignorarla. Segundo, una mirada no significa nada, y ni siquiera pienso nada malo sobre ella, solo admiro una belleza que no había visto antes en lugar alguno. Incluso, continuó, el hecho de sentirse observada por alguien podría ser una forma de sentirse hermosa, atractiva. A veces un extraño puede hacer cosas que nos alegran el día, aunque la vida continúa luego como antes". Animado con estos razonamientos, volvió sus ojos a ella. Era en definitiva el ser más hermoso que había visto en mucho tiempo. Al verla, sentía que una sed que brotaba del fondo de su ser se calmaba, sólo para retornar en el momento en que era forzado a desviar su mirada a cualquier lugar justo antes de que ella alzara su vista. En este juego continuó el resto del trayecto, y en algunas ocasiones sus ojos se encontraron momentáneamente, y Miguel sentía la plena seguridad de que aquella era la mirada más bella del mundo, y por su espalda recorrían sensaciones parecidas al escalofrío, o al sabor de un exquisito dulce, o ese cosquilleo que nos visita en las grandes alegrías y las grandes penas. De alguna forma, los ojos de esa joven concentraban sobre sí toda su atención y parecía que el resto de la realidad, comenzando por los demás ocupantes del vehículo y terminando incluso en sus propias facciones, comenzaban a quedar nubladas, como cubiertas por una fina niebla, blanca, brillante.
El microbus llegó al lugar donde Miguel debía bajarse, frente a la primera entrada de la universidad. La magia desapareció entonces, y él se lamentó de tener que despedirse de aquella visión. Cerró sus ojos y apretó los párpados para despejar la bruma fantástica de sus ensoñaciones y acomodó su mochila para comenzar a moverse hacia la puerta. Entonces presenció otro espectáculo aún más maravilloso e inesperado. La joven devolvió el niño a su padre, quien le agradeció con un gesto amable la cortesía de haber cargado y consolado al hijo de un perfecto desconocido. Ella simplemente sonrió, dejando ver de esta manera que su gentileza no era superior al gran gusto que sentía por los niños. Seguidamente tomó su maleta de universitaria y procedió a bajarse en ese mismo lugar. Miguel no podía creerlo. Ante sus ojos quedaba explicada claramente la radical diferencia de esas dos personas a quines consideró esposos. La figura de esta joven quedó incluso más elevada en la imaginación de Miguel. Su acto de cortesía probaba, en extremo, cada una de las virtudes que él le había atribuido, y de repente, todas sus imaginaciones pasaron de ser una ilusión imposible a una realidad probable. Esta joven ideal estudiaba en la misma universidad y, justo en ese momento, después de aquel juego de miradas, tendría una única oportunidad de conocerla, de ganarse su amistad y hacer crecer la magia del primer encuentro.
Miguel bajó en primer lugar, por estar de pie casi junto a la puerta. Esperó a un lado de la carretera, haciendo como si el tráfico le impidiera pasar, dando tiempo a la misteriosa joven, quien con algo de suerte quedaría a su lado. Su cálculo fue correcto, pero cuando ella estuvo junto a él, Miguel se encontró sin palabras. Tras solo unos segundos, de esos que pasan muy lentamente, ella tomó la inciativa. De una forma muy casual, que de todas formas Miguel con felicidad consideró muy evidente, ella le preguntó qué hora era. Comenzaron a conversar.
En la puerta de la universidad, unos metros más adelante, Miguel encontró a una compañera de clase que resultaba ser una de sus más cercanas amigas. Con desesperación, vió como su nueva conocida se retiraba, caminando más lentamente, para dejarles hablar. "Tepi, ¿puedo pedirte un favor?", dijo en voz baja, visiblemente nervioso, "es que acabo de conocer a una niña que me gusta mucho y..." Su amiga sonrió y antes de que terminara la frase le dijo "Entiendo, no te preocupes", apurando el paso y dejándole solo. Miguel caminó lentamente, hasta que fue alcanzado por la jovencita. Entonces, respiró de nuevo con alivio y retomó la conversación.
Ella era una estudiante de primer semestre de Pedagogía Infantil. Definitivamente le gustaban los niños, además de servir y ayudar a los demás. Un proyecto personal suyo era poder dedicarse a la educación de niños con impedimentos en la escucha y el habla. Parecía alegre, bondadosa, radiante. Miguel veía como todo lo que intuyó se comprobaba en la realidad y cada palabra le impactaba con más fuerza, mientras se acercaba a su aula de clases. Llegado su turno, le contó rápidamente acerca de sus estudios, que justo en ese momento tenía clase, que le encantaría verla de nuevo y que había sido un enorme placer haberla conocido. Se despidieron con una sonrisa en los labios, y Miguel sentía que el corazón se quería salir de su pecho con cada paso que lo alejaba. Ella siguió su camino y eventualmente Miguel ya no pudo seguirla con la mirada. En ese momento aún no había reparado en que no le había pedido su número de teléfono. Ni siquiera sabía su nombre. Tampoco había mencionado el suyo. Cuando intentó describirla a sus compañeros, se dio cuenta de que no la había visto en realidad. Sólo se había fijado en sus ojos, cuya belleza opacaba todos los detalles en su memoria. Era tan real su confusión por este motivo que tuvo que preguntarle a la compañera que los vio llegar juntos si en realidad era tan hermosa como él suponía. Su amiga le dijo que le había parecido muy tierna, una descripción que no calmaba en absoluto su creciente ansiedad.
Durante esa semana, Miguel no hablaba de otra cosa. Convencido por un optimismo sin barreras de que no saber sus datos no constituía problema alguno, se dirigió a la facultad de Pedagogía Infantil. Allí averiguó los horarios de los cursos de primer semestre y, comparándolos con los suyos, decidió visitar algunos salones en sus tiempos libres. Esperó en los cambios de clase en los edificios señalados, incluso se atrevió a entrar en algunos de los salones, pero nunca la encontró. Con precisión inglesa, tomó el bus a la misma hora, en el mismo lugar, en el día de la semana en que habian tenido el primer encuentro. Intentó algunas variaciones en el horario, y de seguro se convirtió en una figura extraña para los alumnos de Pedagogía Infantil, que lo veían merodear, solo, en los momentos de descanso, como quien busca algo o alguien. No tenía cómo preguntar por ella y curiosamente tampoco podía describirla. Sólo recordaba esos ojos de belleza indescriptible, envueltos en una luz blanca, perfecta.
En muchas ocasiones, el ser humano se encuentra ante la realidad del olvido, quiera o no quiera. Cuando intentamos recordar un rostro, un nombre, un lugar con todos sus detalles, a veces podemos apreciar cómo las sombras van invadiendo los lugares y los datos y todo se va perdiendo lentamente, de la misma manera como las edificaciones abandonadas van siendo invadidas por la maleza. El caso de Miguel era extremo. Como no había nada en realidad susceptible de ser recordado, sólo le quedó la sensación de haber vivido algo único. Por mucho tiempo recordó la magia, pero incluso ésta llegó a ser olvidada.
Después de varios años, Miguel terminó sus estudios. Dejó su universidad para realizar sus prácticas y un poco tardíamente preparó su tesis de grado con una antigua compañera. Al volver al campus universitario para entregar este documento final, paseó por los diferentes ambientes, respirando la nostalgia de una época de su vida próxima a terminar. En cada lugar recordó muchas anécdotas, pero esta historia la olvidó por completo. Cuando regresaba de la biblioteca en una de sus últimas gestiones, a su lado pasó una joven estudiante en sentido opuesto y sus miradas se rozaron un instante. Miguel quedó petrificado. Esos ojos. Eran los mismos ojos que durante horas había imaginado, los que había rodeado de virtudes y belleza, a los que en silencio su corazón esperaba a pesar de ya no recordar nada en absoluto.
Como apoderado de un corto circuito en sus pensamientos, Miguel caminó con velocidad para alcanzarla. Ella llegaba a una pequeña tienda en el centro de una amplia zona verde. Miguel la saludó con interés mientras ella ordenaba una bebida. Ella lo miró extrañada. Sin rodeos, él le preguntó si estudiaba pedagogía infantil. Ella asentió con su cabeza. En seguida, le preguntó si ella tenía el proyecto de trabajar con niños sordomudos. La respuesta de la joven fue afirmativa. Él tomó aire y en medio de una avalancha de pensamientos que no conseguía organizar, decidió realizar la pregunta que resolvería todo: "No sé si tú te acuerdas, comenzó, pero nos conocimos un día en un bus que venía para la universidad". Sus ojos se clavaron profundamente en los de ella, y ella lo miró atentamente, con curiosidad, como aquel día. "Tú llevabas un niño en los brazos, que era de un señor que se sentó a tu lado". Miguel buscaba respuestas en el mirar de la joven y ella finalmente elaboró una: "No me acuerdo". Sonrió con el mismo candor que Miguel tantas veces añoró y dedicó su atención a la dependienta de la tienda.
Miguel comenzó lentamente a entender de qué se trataba el encuentro, mientras ella se alejaba con dirección a la biblioteca. Aprovechó la oportunidad para verla, ya que, en realidad, no la había visto antes. Sin magia, sin la niebla blanca brillante de sus recuerdos, parecía mucho más normal, muy similar en realidad a su actual novia. Sonriendo por no entender aún los caprichos de la vida, dio la vuelta para continuar su camino. Pero se detuvo, como quien recuerda un compromiso importante, giró nuevamente y corrió hacia la biblioteca.
La encontró en el segundo piso. Ella consultaba el catálogo de uno de los computadores. Vovió a saludarla con timidez, y ella respondió el saludo con una sonrisa claramente defensiva. "Discúlpame, comenzó Miguel, en serio no quiero ser molesto. Sólo quiero preguntar una cosa que todo este tiempo quise saber... ¿Cómo te llamas?"
Al escuchar su nombre, Miguel se despidió brevemente y se marchó. Con una sonrisa invencible en sus labios, completó sus gestiones en la universidad. Sin que nadie le dijera nada, supo con certeza que su tesis sería aprobada, que se graduaría prontamente y dejaría para siempre la universidad. Una sola cosa, un solo cabo suelto había pasado por alto todo este tiempo y ese día, ese justo día, incluso aquella historia mágica e incierta por fin había conocido su final.
¡Lo mismo pero al revés!
ResponderEliminar"¿Me puede decir su nombre?"
"¿Por qué?"
"¡Porque hace 10 años he querido saberlo!"
"Diana..."
"¡Diana!"
Le volví la espalda con una sonrisa en el rostro y me fui.
Es usted un malhechor resucitador de fantasmas! (ja). Un fuerte abrazo.