27 de marzo de 2011

Me gusta tu sonrisa...


Sonrisa cerrada,
de secretos
de tesoros ocultos
de belleza y de ternura.

Sonrisa de ojos dormidos,
de calor de tierra
de amanecer y viento.

Sonrisa de rostro joven,
de cabello ondulado
de libertad
y de paz.

Sonrisa contenida,
respiración agitada
al ritmo de la alegría
y al compás de los latidos
de un corazón vivo y enorme.

Sonrisa teñida con el suave rojo
de las mejillas alegres;
sonrisa que oculta un mundo de luces,
oscuridades,
alegrías y tristezas.

Sonrisa que borra la soledad y el vacío.

Sonrisa de amanecer de mundo
viejo
cansado
y que quiere renunciar a ser sombrío.

26 de marzo de 2011

Actos de fe

    1. Creo en Dios. En un Dios concreto y personal, con quien puedo relacionarme directamente. Un Dios que ama y que es digno de amor. Es la fuente misma del amor.
    2. Creo en el amor verdadero, que es el acto del entendimiento y la voluntad de hacer feliz a otra persona, cueste lo que cueste.
    3. Creo que el amor verdadero puede durar toda la vida, si diariamente se renueva el esfuerzo, o romperse en un segundo.
    4. Creo en los santos, que no son figuras a las que se les pide favores, sino personas que extendieron ese amor a más y más personas y llegaron a abrazar a toda la humanidad. Creo que son los únicos capaces de cambiar el mundo.
    5. Creo que todas las personas tienen la potencialidad de amar así a todos, sin medidas, si verdaderamente se entregan al amor.
    6. Creo en el valor infinito de cada ser humano. Creo en su capacidad de redención incluso desde los abismos más profundos.
    7. Creo que cada nueva vida es la actualización de un universo de posibilidades que de otra forma quedarían en la nada. No podría existir mayor pérdida, mayor desgracia que su inexistencia.
    8. Creo en la magia que inunda el mundo, y que está detrás de cada pequeña coincidencia, cada minúscula dicha, cada enamoramiento.
    9. Creo que el único propósito del ser humano es amar, y descubrir esa magia que lo envuelve, y disfrutarla, y agradecerla.
    10. Creo que tengo en mí la capacidad de alegrarle la vida al mundo, una persona a la vez.
    ---

    Este manifiesto surgió por accidente, ante la pregunta de una entrañable desconocida. Recordé que el convencimiento de la existencia del amor verdadero era uno de los pilares de mi pensamiento. Sentí entonces que debía escribir estos actos de fe y posiblemente recitarlos cada mañana, para recuperar mi sentido de humanidad. 

    23 de marzo de 2011

    Una Alegre Mañana

    La luz de aquella mañana iluminaba, radiantemente, la plaza principal del poblado. Los rostros de los niños, quienes sonreían durante su pequeña migración matutina hacia la escuela, contagiaban con una especial alegría a los adultos. Los pájaros cantaban con una extraña armonía sobrenatural, que sobrecogía los corazones de quienes componían su casual auditorio. En la casa de José Augusto Monterrey, la luminosidad externa se colaba por el amplio ventanal de su biblioteca, siendo reflejada en el brillante piso de mármol. Con un poco de esfuerzo, se podrían admirar las figuras de las personas que se encontraban afuera. de repente, una extraña sustancia rojiza comenzó a invadir aquella imagen. Unos minutos después, la sangre de José Augusto, quien yacía muerto, con una herida en la sien y una pistola en su mano derecha, a un metro de distancia, había cubierto por completo tan feliz cuadro.

    20 de marzo de 2011

    La Hora de la Lucha

    El Monje Maldito estaba acorralado contra las cuerdas. Psicodélico tomó impulso y saltó sobre él. El luchador lo recibió con el hombro, agachándose y cargándolo por encima del encordado. Psicodélico voló fuera del ring directo al piso. Hasta allí todo estaba planeado, pero un poco de fuerza extra en el movimiento hizo que perdiera el control de la caída. Su cuerpo se estrelló violentamente contra la baldosa. Entre el dolor y el mareo del golpe, sabía que cuando subiera de nuevo al ring ya no podría fingir la lucha.

    Psicodélico se incorporó hasta quedar agachado, con una rodilla apoyada en el suelo. Se llevó las manos a la cabeza. Su rostro, que no llevaba máscara con el fin de resaltar sus gestos de locura, no podía disimular el dolor.  Su camisa desgarrada y su traje sencillo lo hacían parecer más miserable. En el cuadrilátero, el Monje Maldito fingía estar muy feliz de haber lastimado a su enemigo. Su hábito café y su máscara de barba y cabello grises le daban el toque maléfico indispensable.

    Desde el camerino de los luchadores técnicos La Sombra, un ecuatoriano de baja estatura y grandes músculos que tampoco necesita máscara para hacerse respetar en el ring, vigilaba la escena. Sabía que su compañero no podía luchar en ese momento y que, si lo hacía, traicionaría el principio vital de ese deporte: la ilusión. Como lo diría más tarde, estar en el ring implica mucho autocontrol cuando suceden este tipo de cosas. Él mismo llevaba en su cuerpo las cicatrices de las fracturas y una lesión que le impide flexionar totalmente su brazo izquierdo. "Esas son las condecoraciones de la lucha", suele decir.

    Mientras el público guardaba silencio y trataba de ver cómo se encontraba el hombre accidentado, otro luchador salió sorpresivamente del camerino. Todos los niños del lugar gritaron de alegría al ver al héroe de la noche. El locutor anunció con entusiasmo: "¡Señoras y señores, el Payasito Esteban entra al ring y comienza a castigar brutalmente al Monje Maldito por haber arrojado a Psicodélico al piso!". Mientras que su compañero lo suplantaba, Psicodélico se levantó y esperó una oportunidad de volver a la acción.

    Hasta el momento de la caída,  Tobías - ese es el nombre que oculta bajo su alias - había dado un buen espectáculo. Tanto, que el narrador había comentado que parecía todo un luchador técnico. De esta forma superaba la clasificación de rudo , que designa a los luchadores sin experiencia, que representan el mal. Los técnicos, luchadores más acrobáticos, rápidos y experimentados, son los buenos, los que se ganan el aprecio del público y el abrazo de los niños.

    Esos mismos niños que gritaban mientras que el payasito propinaba puños, patadas y llaves a su adversario. Con su disfraz de camisa, pantalón ancho y tirantes y una máscara que reproducía el maquillaje del circo, era el hombre ideal para la fecha. Era el día de los niños y, aunque esa no fuera su pelea, él era protagonista. Durante esos instantes, la lucha volvió a ser fluida y tranquila. Pero la tensión volvió cuando Psicodélico entró al ring y Payasito Esteban tuvo que volver a su lugar.

    Psicodélico hizo su mejor esfuerzo y continuó como si nada. Pero la pelea que ofrecía no era la misma del inicio. Ya no podía dar las tijeretas que sorprendieron a su adversario. Los saltos eran medidos y escasos. Su contendor fue tomando ventaja de la situación y lo arrojó a la lona repetidamente. La presión de la humillación se iba acumulando en su cabeza.

    Atrás comenzaba a quedar la precisión de los cuatro días a la semana de entrenamiento y la resistencia de las jornadas de gimnasio y trote. La ira no es una opción en un espectáculo que combina técnicas del Judo y la gimnasia rítmica, para el que se necesita toda la concentración y el mejor estado físico.

    Por fin estalló, cuando era él quien se recargaba en un extremo. El Monje Maldito lo embistió, y él aprovechó la oportunidad para sacarlo del ring. El Monje giró completamente sobre las cuerdas y cayó de pie. Psicodélico bajó también. Los dos luchadores comenzaron a forcejear. El árbitro comenzó el conteo. Si llegaba a diez antes de que los luchadores retornaran al cuadrilátero, ambos quedarían descalificados.

    Los empujones fueron adquiriendo fuerza  y el Monje Maldito por poco cae encima del público. Cuando el conteo llegó a siete, dos hombres de la defensa civil se acercaron a ellos. Los ayudantes de los luchadores también llegaron, porque las cosas parecían ir en serio.  Alguien dejó caer una silla plegada del auditorio al lado de los dos hombres. Uno de los presentes la pateó rápidamente debajo del ring, antes de que un luchador decidiera usarla.

    El árbitro miró a la tarima y señaló que el tiempo había terminado. La campana sonó para indicar que ambos deportistas quedaban descalificados. Tan pronto como sonó la campana, Psicodélico liberó su fuerza en un puño directo a las costillas del Monje. Varios hombres avanzaron para separarlos y uno de ellos tuvo que sostener fuertemente a Monje Maldito para que no se abalanzara sobre su compañero.

    Psicodélico se dirigió a la entrada de su camerino y empujó uno de los tubos que formaban la cerca del público. El objeto, similar a los palos clavados en concreto usados en las reparaciones viales de la ciudad, cayó ruidosamente. Tobías volvió una última mirada de rabia a su público antes de desaparecer en el interior del pasillo.

    Exactamente eso era lo que estaban buscando los aficionados. La paradoja de la verdad y la mentira. La promesa de mucha violencia y sangre, y la ingenuidad de las peleas simuladas. La amistad entre los luchadores y su condición de enemigos. La verdadera lucha entre el  autocontrol y la venganza.

    Es un espectáculo que hoy se hace con las uñas, en un coliseo viejo y descuidado en el que el camerino no es más que una esquina de la tarima rodeada de cortinas viejas, y que no puede dar a sus profesionales suficiente dinero para vivir sin trabajar en otra cosa.

    Pero los sábados, a las siete y treinta de la noche, cerca de cien adultos y muchos niños mantienen viva la tradición y se reúnen para ver  a  sus héroes de carne y hueso. Llegan  al Coliseo del Barrio Policarpa a revivir un deporte y un espectáculo. A escuchar las animadas voces que anuncian los encuentros despiadados y mortales, peleas no aptas para cardíacos y luchadores de ultratumba sedientos de sangre.

    Se unen para festejar las victorias de La Sombra, Mr Tempest, Mr Fist y Los Enterradores. Llevan máscaras, fotos y revistas de sus favoritos. Comentan los golpes más sorprendentes y las enemistades más cautivantes. Se dejan llevar por sus emociones y transforman una noche fría y aburrida del sur de Bogotá en lo que sólo puede clasificarse como una noche de Lucha Libre.

    16 de marzo de 2011

    El Cuarto de San Alejo

    Pedro Peña está viejo. Su cabello ya se volvió blanco y su cuerpo, débil, a pesar de no tener más de sesenta años. Y la ciudad, que no perdona la vejez, le asignó un lugar tan olvidado como él al lado de unos proyectores de cine aún más obsoletos. 

    La cabina de proyección del Videoplexxx Hollywood refleja toda la decadencia que oculta su decoración y su imagen. Para subir a ella hay que entrar en la parte antigua del edificio y tomar una escalera de madera empolvada y oscura. Una puerta de madera podrida da acceso a una azotea en la que se levantan dos proyectores, un vieja mesa y un desorden de cajas, repuestos y herramientas.

    Las máquinas rugen como camiones y se calientan peligrosamente. Peña maneja la moviola de manivela, cortando y pegando cinta cinematográfica. Las imágenes que pasan entre sus manos no son las mismas que solían pasar en los buenos tiempos. Frente a sus ojos se repiten innumerables escenas pornográficas, que reemplazan lo que fueron los clásicos de Pedro Infante y María Félix.

    Mientras los hombres de la sala dedican su atención a los gemidos y las provocaciones, Peña se deja caer en una mecedora de hierro con tiras de caucho. Espera eternamente que se termine el rollo de una máquina para alternarlo  con el de la otra. Espera que el largo día termine para poder dejar, a las ocho de la noche, la cabina en la que está desde las once de la mañana.

    De su generación, ya quedan muy pocos. Sus amigos, el loco Murillo y Granados ya fallecieron. Los demás se han ido retirando, lo que él espera hacer cuando haya cotizado lo suficiente para su pensión. Entonces pondrá un negocio, que no tenga nada que ver con cine.

    "Es que ya nada es como antes, yo no dejaría que un hijo mío se metiera en esto", comenta Peña y enciende un cigarrillo justo en frente de un viejo letrero que prohíbe fumar, "es más fácil y mejor ponerse en una esquina a embolar zapatos".

    Luego se pone a contar detalladamente cómo salía corriendo del colegio a ayudarle a su tío en la proyección del cine de Girardot cuando tenía doce años. Recuerda las épocas en que trabajó como camarógrafo en las películas del Gordo Benjumea y Consuelo Luzardo. Añora los años que pasó en el Teatro Calipso, El Morador y El Lago, cuando veía que los cinemas se llenaban y las personas disfrutaban el espectáculo.

    También revive la época de la censura, en la que estaba obligado a cortar las escenas de besos largos y apasionados, o las imágenes atrevidas de actrices como Brigitte Bardot. Desde hace 10 años deja pasar todo, desde lo "normal" hasta las escenas de sexo con animales y objetos. Los títulos exagerados y sugestivos  son el pan de cada día. 

    En una repisa de pared un busto de Juan Pablo II, lleno de polvo, observa el mismo cuadro todos los días. Lo trajo el operario anterior hace mucho tiempo, tal vez agobiado por su conciencia. "Lo que necesitamos es trabajar para sobrevivir", dice Peña como para exorcizar los dilemas morales, "pero esto cada día es peor". 

    El viejo apaga su cigarrillo y regresa a su mecedora, a seguir esperando. Allí, entre rollos viejos, colas de cinta sobrantes y polvo, se acumula el cansancio, el hastío de un cine que no es arte y la nostalgia de quienes conocieron épocas mejores.

    11 de marzo de 2011

    Una y cuarenta y cinco


    Miguel tomó el microbus hacia la universidad. No correspondía a aquellos del servicio público de la ciudad de Bogotá, ya que estudiaba en el pueblo de Chía, ubicado al norte de la ciudad. Era un bus azul de tamaño muy reducido en el cual Miguel apenas cabía de pie sin golpearse contra el techo gracias a su baja estatura. Pudo constatarlo inmediatamente, ya que el vehículo estaba abarrotado por completo y no habían sillas disponibles. Esto no era normal en el transporte de la una y quince a la altura de la Avenida Suba y la situación le arrancó una corta mueca de desagrado que luego no recordaría.  Tampoco tenía alternativa, si deseaba llegar a la clase de una y cuarenta y cinco. Su incomodidad se completaba con el sonido de la emisora tropical con la cual los conductores de este tipo de transporte castigan a sus pasajeros. Miguel trató de no pensar en nada y dejar su vista en un punto fijo, sin significado, que le permitiera  sumergirse en un estado parecido al sueño por los próximos cuarenta minutos. No pudo conseguirlo, muy a pesar del sopor del almuerzo. Sin nada mejor qué hacer, deslizo su mirada sobre los rostros de los pasajeros que viajaban sentados.

    Allí estaba ella. Era una joven que cargaba un niño pequeño de un año o un año y medio de edad. A su lado, un hombre rudo que parecía ser el padre de la criatura contrastaba radicalmente con los rasgos suaves y dulces de la joven. Mas aún, el hombre parecía tener unos treinta y cinco años, mientras que ella no aparentaba más de dieciocho. "Clásica contradicción", Miguel pensó sin mayor cuidado, "una mujer joven y hermosa casada con un atarván que ni la mira". La situación le divertía de alguna forma. El niño lloraba. La muchacha lo consentía para consolarlo. El padre del infante lo miraba de reojo, con desaprobación, sin intentar una caricia, sin mirar siquiera a su compañera. "Está claro", continuó Miguel su línea de pensamiento, "el tipo tiene una princesa por esposa y le importa cinco centavos".

    La mirada de Miguel se posó en la barra metálica de la cual se asía y vino a caer sobre la carretera a su derecha. Después se fijó en el conductor. No había nada interesante, así que volvió a mirar a la joven del niño. "El marido va a a pensar que la estoy mirando", calculó. En efecto, la estaba mirando. Ya no veía a la criatura. Ya no juzgaba a su acompañante. Ahora simplemente dirigía su mirada directamente a los ojos de la joven, que estaban concentrados en el pequeño.  Le pareció en extremo dulce y bella. Una sensación nerviosa le invadió la parte superior de la espalda, una suerte de dolor placentero. Era bella, sin duda, y dulce, por la forma como trataba al niño. Miguel pensó entonces que no tenía nada de malo mirarla, pues al fin y al cabo tenía más de media hora de trayecto por delante y la admiración de la belleza no constituye falla alguna. De repente, ella alzó la vista y, justo antes de que las miradas se encontraran, Miguel desvió la suya a otra parte. En ese momento le preocupó que ella notara que la estaba observando. Sintió algo de vergüenza por mirar a una joven madre acompañada de su esposo.

    Nuevamente, Miguel buscó algún objeto para enfocar su atención, pero después de esa leve punzada nerviosa su situación había cambiado por completo. Todo lo demás, la carretera, los pasajeros, la música tropical, la decoración del bus, todo parecía gris y tedioso. Un magnetismo extraño empujaba con fuerza su mirada hacia los ojos de la joven. Cedió finalmente a esa fuerza incomprensible y la miró de nuevo. Esta vez se encontró de frente con su mirada y retiró su vista de inmediato. "Se dió cuenta que la estaba viendo", pensó casi por reflejo, "ahora me confronta con su mirada para que me dé cuenta que ella tiene su guardia en alto". Miguel sintió que la sangre golpeaba sus mejillas, pero se esforzó en mantener la inexpresividad de su rostro. Deseaba volver a mirarla, pero ahora luchaba para evitarlo. Su imaginación comenzó a despegar entonces, recordando la belleza de su rostro y recubriendolo de cualidades y rasgos, creando para ella una personalidad. Imaginaba su ternura, su inocencia, su bondad. No la miraba, pero sus nervios crecían y el deseo de seguir contemplándola aumentaba a cada instante.

    El microbus continuaba su camino, a toda velocidad. Miguel sentía que el tiempo se agotaba, que en menos de una hora estaría en clase, mientras la joven que lo había impactado tan fuertemente con una sensación demasiado similar al amor a primera vista se alejaría a toda velocidad por la carretera, hacía algún pueblo perdido, a continuar su vida al lado del padre del niño. Miguel miró entonces al hombre. Le pareció desagradable, indigno del tesoro que tenía a su lado. La mirada del hombre no reflejaba más que frialdad. No le importaba que el niño llorara. No le importaba que la joven más hermosa del mundo estuviera a su lado intentando consolarlo. Él solo miraba por la ventana. Seguramente la trataba mal, le exigía que lavara su ropa, cuidara de su hijo y le tuviera la comida caliente cuando regresara de beber cerveza con sus amigos. Y ella seguía ahí, tan feliz como siempre, tal vez sin darse cuenta de que la vida al lado de un hombre bajo era en realidad un miserable castigo ¡Eran tan diferentes!

    Dos minutos después, Miguel habia decidido nuevamente que no había nada de malo en mirar a la joven. "Primero", comenzaba su monologo interior, "el padre del niño no hace más que ignorarla. Segundo, una mirada no significa nada, y ni siquiera pienso nada malo sobre ella, solo admiro una belleza que no había visto antes en lugar alguno. Incluso, continuó, el hecho de sentirse observada por alguien podría ser una forma de sentirse hermosa, atractiva. A veces un extraño puede hacer cosas que nos alegran el día, aunque la vida continúa luego como antes". Animado con estos razonamientos, volvió sus ojos a ella. Era en definitiva el ser más hermoso que había visto en mucho tiempo. Al verla, sentía que una sed que brotaba del fondo de su ser se calmaba, sólo para retornar en el momento en que era forzado a desviar su mirada a cualquier lugar justo antes de que ella alzara su vista. En este juego continuó el resto del trayecto, y en algunas ocasiones sus ojos se encontraron momentáneamente, y Miguel sentía la plena seguridad de que aquella era la mirada más bella del mundo, y por su espalda recorrían sensaciones parecidas al escalofrío, o al sabor de un exquisito dulce, o ese cosquilleo que nos visita en las grandes alegrías y las grandes penas. De alguna forma, los ojos de esa joven concentraban sobre sí toda su atención y parecía que el resto de la realidad, comenzando por los demás ocupantes del vehículo y terminando incluso en sus propias facciones, comenzaban a quedar nubladas, como cubiertas por una fina niebla, blanca, brillante.

    El microbus llegó al lugar donde Miguel debía bajarse, frente a la primera entrada de la universidad. La magia desapareció entonces, y él se lamentó de tener que despedirse de aquella visión. Cerró sus ojos y apretó los párpados para despejar la bruma fantástica de sus ensoñaciones y acomodó su mochila para comenzar a moverse hacia la puerta. Entonces presenció otro espectáculo aún más maravilloso e inesperado. La joven devolvió el niño a su padre, quien le agradeció con un gesto amable la cortesía de haber cargado y consolado al hijo de un perfecto desconocido. Ella simplemente sonrió, dejando ver de esta manera que su gentileza no era superior al gran gusto que sentía por los niños. Seguidamente tomó su maleta de universitaria y procedió a bajarse en ese mismo lugar. Miguel no podía creerlo. Ante sus ojos quedaba explicada claramente la radical diferencia de esas dos personas a quines consideró esposos. La figura de esta joven quedó incluso más elevada en la imaginación de Miguel. Su acto de cortesía probaba, en extremo, cada una de las virtudes que él le había atribuido, y de repente, todas sus imaginaciones pasaron de ser una ilusión imposible a una realidad probable. Esta joven ideal estudiaba en la misma universidad y, justo en ese momento, después de aquel juego de miradas, tendría una única oportunidad de conocerla, de ganarse su amistad y hacer crecer la magia del primer encuentro.

    Miguel bajó en primer lugar, por estar de pie casi junto a la puerta. Esperó a un lado de la carretera, haciendo como si el tráfico le impidiera pasar, dando tiempo a la misteriosa joven, quien con algo de suerte quedaría a su lado. Su cálculo fue correcto, pero cuando ella estuvo junto a él, Miguel se encontró sin palabras. Tras solo unos segundos, de esos que pasan muy lentamente, ella tomó la inciativa. De una forma muy casual, que de todas formas Miguel con felicidad consideró muy evidente, ella le preguntó qué hora era. Comenzaron a conversar.

    En la puerta de la universidad, unos metros más adelante, Miguel encontró a una compañera de clase que resultaba ser una de sus más cercanas amigas. Con desesperación, vió como su nueva conocida se retiraba, caminando más lentamente,  para dejarles hablar. "Tepi, ¿puedo pedirte un favor?", dijo en voz baja, visiblemente nervioso, "es que acabo de conocer a una niña que me gusta mucho y..." Su amiga sonrió y antes de que terminara la frase le dijo "Entiendo, no te preocupes", apurando el paso y dejándole solo. Miguel caminó lentamente, hasta que fue alcanzado por la jovencita. Entonces, respiró de nuevo con alivio y retomó la conversación.

    Ella era una estudiante de primer semestre de Pedagogía Infantil. Definitivamente le gustaban los niños, además de servir y ayudar a los demás. Un proyecto personal suyo era poder dedicarse a la educación de niños con impedimentos en la escucha y el habla. Parecía alegre, bondadosa, radiante. Miguel veía como todo lo que intuyó se comprobaba en la realidad y cada palabra le impactaba con más fuerza, mientras se acercaba a su aula de clases. Llegado su turno, le contó rápidamente acerca de sus estudios, que justo en ese momento tenía clase, que le encantaría verla de nuevo y que había sido un enorme placer haberla conocido. Se despidieron con una sonrisa en los labios, y Miguel sentía que el corazón se quería salir de su pecho con cada paso que lo alejaba. Ella siguió su camino y eventualmente Miguel ya no pudo seguirla con la mirada. En ese momento aún no había reparado en que no le había pedido su número de teléfono. Ni siquiera sabía su nombre. Tampoco había mencionado el suyo. Cuando intentó describirla a sus compañeros, se dio cuenta de que no la había visto en realidad. Sólo se había fijado en sus ojos, cuya belleza opacaba todos los detalles en su memoria. Era tan real su confusión por este motivo que tuvo que preguntarle a la compañera que los vio llegar juntos si en realidad era tan hermosa como él suponía. Su amiga le dijo que le había parecido muy tierna, una descripción que no calmaba en absoluto su creciente ansiedad.

    Durante esa semana, Miguel no hablaba de otra cosa. Convencido por un optimismo sin barreras de que no saber sus datos no constituía problema alguno, se dirigió a la facultad de Pedagogía Infantil. Allí averiguó los horarios de los cursos de primer semestre y, comparándolos con los suyos, decidió visitar algunos salones en sus tiempos libres. Esperó en los cambios de clase en los edificios señalados, incluso se atrevió a entrar en algunos de los salones, pero nunca la encontró. Con precisión inglesa, tomó el bus a la misma hora, en el mismo lugar, en el día de la semana en que habian tenido el primer encuentro. Intentó algunas variaciones en el horario, y de seguro se convirtió en una figura extraña para los alumnos de Pedagogía Infantil, que lo veían merodear, solo, en los momentos de descanso, como quien busca algo o alguien. No tenía cómo preguntar por ella y curiosamente tampoco podía describirla. Sólo recordaba esos ojos de belleza indescriptible, envueltos en una luz blanca, perfecta.

    En muchas ocasiones, el ser humano se encuentra ante la realidad del olvido, quiera o no quiera. Cuando intentamos recordar un rostro, un nombre, un lugar con todos sus detalles, a veces podemos apreciar cómo las sombras van invadiendo los lugares y los datos y todo se va perdiendo lentamente, de la misma manera como las edificaciones abandonadas van siendo invadidas por la maleza. El caso de Miguel era extremo. Como no había nada en realidad susceptible de ser recordado, sólo le quedó la sensación de haber vivido algo único. Por mucho tiempo recordó la magia, pero incluso ésta llegó a ser olvidada.

    Después de varios años, Miguel terminó sus estudios. Dejó su universidad para realizar sus prácticas y un poco tardíamente preparó su tesis de grado con una antigua compañera. Al volver al campus universitario para entregar este documento final, paseó por los diferentes ambientes, respirando la nostalgia de una época de su vida próxima a terminar. En cada lugar recordó muchas anécdotas, pero esta historia la olvidó por completo. Cuando regresaba de la biblioteca en una de sus últimas gestiones, a su lado pasó una joven estudiante en sentido opuesto y sus miradas se rozaron un instante. Miguel quedó petrificado. Esos ojos. Eran los mismos ojos que durante horas había imaginado, los que había rodeado de virtudes y belleza, a los que en silencio su corazón esperaba a pesar de ya no recordar nada en absoluto.

    Como apoderado de un corto circuito en sus pensamientos, Miguel caminó con velocidad para alcanzarla. Ella llegaba a una pequeña tienda en el centro de una amplia zona verde. Miguel la saludó con interés mientras ella ordenaba una bebida. Ella lo miró extrañada. Sin rodeos, él le preguntó si estudiaba pedagogía infantil. Ella asentió con su cabeza. En seguida, le preguntó si ella tenía el proyecto de trabajar con niños sordomudos. La respuesta de la joven fue afirmativa. Él tomó aire y en medio de una avalancha de pensamientos que no conseguía organizar, decidió realizar la pregunta que resolvería todo: "No sé si tú te acuerdas, comenzó, pero nos conocimos un día en un bus que venía para la universidad". Sus ojos se clavaron profundamente en los de ella, y ella lo miró atentamente, con curiosidad, como aquel día. "Tú llevabas un niño en los brazos, que era de un señor que se sentó a tu lado". Miguel buscaba respuestas en el mirar de la joven y ella finalmente elaboró una: "No me acuerdo". Sonrió con el mismo candor que Miguel tantas veces añoró y dedicó su atención a la dependienta de la tienda.

    Miguel comenzó lentamente a entender de qué se trataba el encuentro, mientras ella se alejaba con dirección a la biblioteca. Aprovechó la oportunidad para verla, ya que, en realidad, no la había visto antes. Sin magia, sin la niebla blanca brillante de sus recuerdos, parecía mucho más normal, muy similar en realidad a su actual novia. Sonriendo por no entender aún los caprichos de la vida, dio la vuelta para continuar su camino. Pero se detuvo, como quien recuerda un compromiso importante, giró nuevamente y corrió hacia la biblioteca.

    La encontró en el segundo piso. Ella consultaba el catálogo de uno de los computadores. Vovió a saludarla con timidez, y ella respondió el saludo con una sonrisa claramente defensiva. "Discúlpame, comenzó Miguel, en serio no quiero ser molesto. Sólo quiero preguntar una cosa que todo este tiempo quise saber... ¿Cómo te llamas?"

    Al escuchar su nombre, Miguel se despidió brevemente y se marchó. Con una sonrisa invencible en sus labios, completó sus gestiones en la universidad. Sin que nadie le dijera nada, supo con certeza que su tesis sería aprobada, que se graduaría prontamente y dejaría para siempre la universidad. Una sola cosa, un solo cabo suelto había pasado por alto todo este tiempo y ese día, ese justo día, incluso aquella historia mágica e incierta por fin había conocido su final.

    10 de marzo de 2011

    La Madeja


    El universo a veces parece una madeja. Los hilos se enredan, dan mil vueltas en torno a un mismo centro y de repende una de las puntas asoma por donde menos se espera. A veces las intersecciones de los hilos permiten saltar de un hilo al otro y en lo que aparenta ser el juego del azar resultan experiencias y lugares, encuentros y situaciones que parecen pertenecer a otros momentos y circunstancias. ¿Puede uno juzgar con reglas inflexibles esos eventos? ¿Puede uno rechazarlos simplemente por no comprender cómo han llegado hasta nosotros?

    No. Es imposible. Una vez que ya está uno inmerso en uno de esos "errores" del tiempo, se da cuenta perfectamente que ha abandonado los lugares conocidos y que se enfrenta a algo que nos supera, pero ya no hay vuelta atrás. Se cierran los ojos, se omiten las señales de advertencia, y allí está uno, viviendo las cosas que supuestamente no debería vivir, porque parecen pertenecer a otras personas y a otras vidas. Se viven porque uno sabe profundamente que no se repiten, que la madeja del universo tendría que dar demasiadas vueltas, que ya ha sucedido lo imposible y lo imposible no admite reiteración. Se cierra los ojos y se vive. Se vive y se siente vivo. Se aprovecha el instante, se espera con devoción que se prolongue, con una dulce nostalgia de saber que en algun momento el orden será restablecido y cada persona y cada cosa retomará a su hilo y el gran equilibrio del universo no será roto por la locura de un instante.

    Parece triste pensar en cosas efímeras, pero es totalmente al contrario. Se celebra la vida, porque la vida existe, en los grandes y estables caminos de la vida y en los momentos de locura en los cuales ni el tiempo ni el espacio se hacen responsables. Si no existieran esos recuerdos no seríamos los mismos.