La luz de aquella mañana iluminaba, radiantemente, la plaza principal del poblado. Los rostros de los niños, quienes sonreían durante su pequeña migración matutina hacia la escuela, contagiaban con una especial alegría a los adultos. Los pájaros cantaban con una extraña armonía sobrenatural, que sobrecogía los corazones de quienes componían su casual auditorio. En la casa de José Augusto Monterrey, la luminosidad externa se colaba por el amplio ventanal de su biblioteca, siendo reflejada en el brillante piso de mármol. Con un poco de esfuerzo, se podrían admirar las figuras de las personas que se encontraban afuera. de repente, una extraña sustancia rojiza comenzó a invadir aquella imagen. Unos minutos después, la sangre de José Augusto, quien yacía muerto, con una herida en la sien y una pistola en su mano derecha, a un metro de distancia, había cubierto por completo tan feliz cuadro.
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