Pedro Peña está viejo. Su cabello ya se volvió blanco y su cuerpo, débil, a pesar de no tener más de sesenta años. Y la ciudad, que no perdona la vejez, le asignó un lugar tan olvidado como él al lado de unos proyectores de cine aún más obsoletos.
La cabina de proyección del Videoplexxx Hollywood refleja toda la decadencia que oculta su decoración y su imagen. Para subir a ella hay que entrar en la parte antigua del edificio y tomar una escalera de madera empolvada y oscura. Una puerta de madera podrida da acceso a una azotea en la que se levantan dos proyectores, un vieja mesa y un desorden de cajas, repuestos y herramientas.
Las máquinas rugen como camiones y se calientan peligrosamente. Peña maneja la moviola de manivela, cortando y pegando cinta cinematográfica. Las imágenes que pasan entre sus manos no son las mismas que solían pasar en los buenos tiempos. Frente a sus ojos se repiten innumerables escenas pornográficas, que reemplazan lo que fueron los clásicos de Pedro Infante y María Félix.
Mientras los hombres de la sala dedican su atención a los gemidos y las provocaciones, Peña se deja caer en una mecedora de hierro con tiras de caucho. Espera eternamente que se termine el rollo de una máquina para alternarlo con el de la otra. Espera que el largo día termine para poder dejar, a las ocho de la noche, la cabina en la que está desde las once de la mañana.
De su generación, ya quedan muy pocos. Sus amigos, el loco Murillo y Granados ya fallecieron. Los demás se han ido retirando, lo que él espera hacer cuando haya cotizado lo suficiente para su pensión. Entonces pondrá un negocio, que no tenga nada que ver con cine.
"Es que ya nada es como antes, yo no dejaría que un hijo mío se metiera en esto", comenta Peña y enciende un cigarrillo justo en frente de un viejo letrero que prohíbe fumar, "es más fácil y mejor ponerse en una esquina a embolar zapatos".
Luego se pone a contar detalladamente cómo salía corriendo del colegio a ayudarle a su tío en la proyección del cine de Girardot cuando tenía doce años. Recuerda las épocas en que trabajó como camarógrafo en las películas del Gordo Benjumea y Consuelo Luzardo. Añora los años que pasó en el Teatro Calipso, El Morador y El Lago, cuando veía que los cinemas se llenaban y las personas disfrutaban el espectáculo.
También revive la época de la censura, en la que estaba obligado a cortar las escenas de besos largos y apasionados, o las imágenes atrevidas de actrices como Brigitte Bardot. Desde hace 10 años deja pasar todo, desde lo "normal" hasta las escenas de sexo con animales y objetos. Los títulos exagerados y sugestivos son el pan de cada día.
En una repisa de pared un busto de Juan Pablo II, lleno de polvo, observa el mismo cuadro todos los días. Lo trajo el operario anterior hace mucho tiempo, tal vez agobiado por su conciencia. "Lo que necesitamos es trabajar para sobrevivir", dice Peña como para exorcizar los dilemas morales, "pero esto cada día es peor".
El viejo apaga su cigarrillo y regresa a su mecedora, a seguir esperando. Allí, entre rollos viejos, colas de cinta sobrantes y polvo, se acumula el cansancio, el hastío de un cine que no es arte y la nostalgia de quienes conocieron épocas mejores.
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